La muerte en Venecia (1912) / Capítulo 3

"Y entonces volvió a ver el más prodigioso de los desembarcaderos, esa deslumbrante composición de arquitectura fantástica que la República Serenísima ofrecía a las respetuosas miradas de los navegantes; la liviana magnificencia del Palazzo Ducale y el Ponte dei Suspiri; las columnas de la orilla, rematadas por el león y el santo; el fastuoso resalto lateral del templo encantado, con el portal y el gran reloj en escorzo, y ante semejante visión pensó que llegar a Venecia por tierra, desde la estación, era como entrar en un palacio por la puerta de servicio, y que sólo como él lo estaba haciendo, en barco y desde alta mar, debía llegarse a la más inverosímil de las ciudades."





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"...luego ordenó que llevasen su equipaje al Hotel de los Baños y siguió al carrito por la avenida, por esa avenida blanquísima que, entre tabernas, bazares y pensiones, atraviesa la isla en diagonal, hasta la playa."

Hotel des Bains / Lido de Venecia

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"Aschenbach sonrió: <<Vaya, vaya pequeño feacio -pensó-. Pareces gozar del privilegio de dormir a tus anchas.>>, y, súbitamente animado, recitó en su interior el verso: Atuendos siempre renovados, baños calientes y reposo."

Encontré Der Tod in Venedig en pdf, es decir, el texto en alemán. Se trata de una edición de 1919: S. Fischer, Verlag, Berlin. El verso aparece en la página 58 de dicha edición: Oft veränderten Schmuck und warme Báder und Ruhe.Aschenbach llama a Tadzio "pequeño feacio". Con dos dedos de frente puede uno concluir inmediatamente que la expresión que recuerda Aschenbach es un verso homérico. Y no es difícil encontrarlo: verso 249 dell libro VIII de la Odisea. Pertenece al pasaje en el que el rey Alcínoo hace saber a Ulises que su pueblo gusta de "vestiduras limpias, baños calientes y buena cama". Tadzio es eso, a los ojos de Aschenbach: un feacio (nombre mítico que acaso se refiere a los habitantes de Creta), un niño naturalmente hedonista, un sibarita precoz.

Volvamos a La muerte en Venecia.

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"Pasó dos horas en su habitación y, ya por la tarde, se dirigió a Venecia en el vaporetto, atravesando la maloliente laguna. Desembarcó en San Marcos, tomó el té en la plaza y emprendió luego, cumpliendo su programa de aquel día, un paseo por las calles. Fue, sin embargo, ese paseo el que operó un cambio radical en su estado de ánimo y sus decisiones."

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"Hizo el habitual trayecto por la laguna, San Marcos y el gran canal. Iba sentado en el banco circular de proa, con un brazo apoyado en la barandilla y la mano como visera. Atrás quedaron los jardines públicos, la piazetta, volvió a despegar su encanto principesco y cedió luego el paso a un fugaz desfile de palacios hasta que, tras un recodo del canal, apareció el fastuoso y tenso arco marmóreo del Rialto. El viajero contemplaba todo aquello con el corazón destrozada. Ahora iba aspirando, a bocanadas, ese olor ligeramente hediondo y a mar y ciénaga del que había querido huir con tanta urgencia. ¿Era posible que no hubiese advertido ni considerado hasta qué punto le tenía apego a todo aquello? Pues lo que esa mañana había sido un pesar vago, una ligera duda sobre la pertinencia de su decisión, se acabó convirtiendo en aflicción, en un auténtico dolor, en una desesperanza tan amarga y tan imposible de prever, según se dijo a sí mismo, que los ojos se le llenaron varias veces de lágrimas. Lo que le resultaba tan difícil de tolerar y, a ratos, completamente insufrible, era, por lo visto, la idea de que nunca volvería a ver Venecia, de que se estaba despidiendo para siempre."








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